En
este momento vienen a mi memoria grandes recuerdos de mi ciudad, en especial
una anécdota que no olvidaré y es que, cuando aún cursaba quinto de secundaria,
lo que más quería, como muchos, era terminar rápido el colegio y así poder ir a
otra ciudad para continuar mis estudios universitarios, pensé que dejar mi
tierra, mi familia y mis amigos iba a ser muy fácil, pero todo aquel que en
este momento se encuentra lejos de su pueblo, de su ciudad, comprenderá ese
sentimiento que sentimos cuando nos encontramos lejos, y que llega a
convertirse en una angustia indefinible que llamamos nostalgia; pues, es muy
cierto que la fuerza del sentimiento lugareño, se comprende mejor a la
distancia, pues yo lo comprendí cuando tuve que venir a Piura y dejar mi ciudad
Talara.
Con
justa razón escribió el gran José Ingenieros, que el terruño es la patria del
corazón, pues de todos los
sentimientos humanos, ninguno es más natural que el amor por la aldea, el
pueblo o el barrio en el que vivimos nuestros primeros años. Allí tenemos
nuestros recuerdos más íntimos, que llegan a estremecer nuestras emociones más
hondas, todo lo suyo lo sentimos nuestro, en alguna medida; y nos parece,
también, que de algún modo le pertenecemos. En el oímos las primeras canciones
maternales, escuchamos los consejos de nuestros padres, se tejen las juveniles
ilusiones y se tropieza también con inesperadas realidades, pero allí nada nos
es desconocido, ni nos produce desconfianza, pues llamamos por su nombre a
todos los vecinos, conocemos en detalle todas las casas, nos alegran todos los
cumpleaños, las fiestas y también nos afligen todos los lutos. Ningún
concepto político determina este sentimiento natural que sentimos, y es
innecesario estimularlo con sugestiones educativas; pues se ama al terruño
ingenuamente, por instinto, con espontaneidad. Este sentimiento no tiene
símbolos racionales, ni los necesita; porque su fuerza moral es más honda, y
tiene sus raíces en el corazón.
Al terruño no se le ama porque se ha
nacido en él, sino porque allí se ha formado la personalidad juvenil, que deja
hondos rastros en todo el curso de nuestra vida, por eso es común que los hombres, al morir, pidan que vuelvan sus restos al lugar
donde transcurrió su infancia, como si quisieran devolverle a su tierra lo que
les brindo en vida.
Por mi parte confieso que siento un especial fervor por mi
ciudad. Aunque parezca lo más lógico, para mucha gente no es así; andan día a
día a lo largo y ancho de sus calles, indiferentes, como si el pueblo no
existiera. Hay otros, que se la pasan envidiando la Patria de los demás, porque
ellos creen que se merecen una mejor que la que tienen.
Yo quiero a mi pueblo como es, pero también deseo que mejore y por eso
estoy dispuesto a poner mi grano de arena para ayudar a mejorarla, y es que
creo que todos podemos asumir el desarrollo de nuestros pueblos como una meta
colectiva.
No se puede hablar de amor hacia nuestra patria
grande “El Perú” sino sentimos el mínimo cariño y respeto por nuestra patria
chica, nuestro terruño.
Por eso ama a tu pueblo, a tu gente, a tus raíces, y
no hay porque sentir vergüenza de expresar nuestros sentimientos por el lugar
de donde provenimos, al contrario siéntete orgulloso de tu pueblo y recordemos
siempre que: “La manera más baja de amar a nuestra
patria, es odiar la patria de otros hombres, como si todas no merecieran
engendrar en sus hijos iguales sentimientos”.
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